Presentado ya el último Informe de Política Monetaria (IPoM) del año, comienza un compás de espera para el momento más difícil que tiene ahora por delante el Banco Central: en qué momento comenzará a bajar la tasa de interés desde este 11,5% a que ha llegado después de los intensos meses de crisis derivada, principalmente, de la pandemia.
El IPC de noviembre, negativamente sorpresivo para todos quienes ya veían signos de alivio en la inflación, borró de un plumazo la posibilidad de que la baja de tasas comenzara en la Reunión de Política Monetaria de enero y puso los ojos en lo que ocurrirá en abril, es decir, ya en la segunda RPM de 2023 y que se realizará justo antes de un nuevo IPoM.
¿Qué significa esto? Que tanto el mercado como la prensa económica vivirá tratando de anticipar si, efectivamente, será el momento, o si la tasa continuará como está desde septiembre.
Hay que partir diciendo que una tasa de interés alta desestimula el consumo y lo que necesita el Banco Central para bajar la inflación es precisamente que así sea, para que la demanda vaya equilibrándose con la oferta y no haya incentivo para continuar subiendo precios.
Pero una tasa alta también complica la inversión, que es el motor del crecimiento que necesita el país para que la recesión proyectada no sea ni tan profunda, ni muy prolongada.
Es lo que los macroeconomistas le llaman la sintonía fina. Pero es también un punto clave en la forma como el Ministerio de Hacienda y el Banco Central miran lo que se debe hacer para converger hacia una economía estable. Hacienda necesita promover la inversión para que haya crecimiento, ojalá con tasas de interés más bajas, y el Banco Central necesita que la demanda caiga hasta niveles razonables para no seguir presionando los precios y, por tanto, alimentando la inflación. Ni muy lejos que te enfríes, ni muy cerca que te quemes.
Aquí es donde mejor se puede valorar la autonomía de los bancos centrales y el compromiso que los gobiernos democráticos han tenido con este principio. Los gobiernos han buscado que los gastos se realicen sólo con ingresos propios, esencialmente impuestos y deuda y ya no como en décadas anteriores, donde la presión por gastar se aliviaba enviando una orden al Banco Central para emitir más dinero. La inflación bajaba temporalmente y luego subía estrepitosamente, mientras que la actividad económica iba como en una montaña rusa, aunque con más caídas que aumentos.
El IPoM de diciembre anticipó que la recesión será dura para un país como Chile y que la inflación demorará un poco en ceder a niveles normales. El pronóstico para la inversión no es de lo mejor y aunque puede bajar, el déficit de cuenta corriente (que es nuestro balance entre las platas externas que entran y las que salen) ya es bien profundo.
Pero también nos dijo que la capacidad de crecimiento que tiene el país –lo que se llama crecimiento de tendencia– no sólo es bajo, sino que puede continuar deteriorándose. Con esta tendencia, la economía chilena no sería capaz de crecer más allá del 2% cada año. El dilema está en qué hacer para aumentar esa capacidad de crecimiento, pero no se ve a la clase política muy preocupada de este tema. Ahí entran la educación, los empleos formales, la innovación y grandes temas que debieran estar ya discutiéndose intensamente en las altas esferas.
Lo que se ve, en cambio, es la reaparición de iniciativas que sólo pueden continuar dañando la economía y el mejor ejemplo es el potencial sexto retiro.
La presidenta del Banco Central, Rosanna Costa, tuvo que responder a una senadora partidaria de los retiros que un 75% de la inflación que hoy estamos viviendo es justamente producto de esas medidas populistas, que no sólo entregaron cantidades enormes de dinero a personas que corrieron a comprar autos, aparatos electrónicos o materiales de construcción, sino que además hicieron temblar las rodillas del sistema financiero y del mercado de capitales. Al final, los más perjudicados con la fiesta del gasto fueron los más pobres.
El tercio restante es el golpe que nos dio la inflación externa, que las instituciones internas no tienen la capacidad de controlar.
Si iniciativas como un nuevo retiro de fondos previsionales toman cuerpo en medio de una recesión o de un proceso electoral (por ejemplo, de convencionales para una nueva Constitución), al gobierno le será difícil frenarlas, porque no habrá nada más popular para las personas que recibir un buen dinero no contemplado en sus presupuestos, aunque provenga de sus propios ahorros.
Si eso ocurre se introducirá un factor de desestabilización difícil de enfrentar para una economía chilena que hoy está más débil que hace dos años. Y el contenido del IPoM se irá volviendo sombrío.
Lo que cabe esperar, entonces, es que la discusión sea esencialmente técnica y continúe centrada en el momento en que el Banco Central tendrá que comenzar a bajar la tasa de interés para volver a estimular la economía y el crecimiento.